lunes, octubre 23, 2023

Stalin-Beria. 1: Consolidando el poder (35): Stalin se vigila a sí mismo

La URSS, y su puta madre
Casi todo está en LeninBuscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado

Siempre según Mikoyan, la decisión de Stalin, cuando recibió la noticia, fue dejar tres de los votos en su contra, para así tener el mismo nivel de oposición que Kirov, y destruir el resto. Bueno, eso más la medida más de largo plazo consistente en que, tras aquel congreso, el secretario general ya no volvió a someterse al voto de los delegados, por un siaca. Algunos relatos contemporáneos hablan de que, a pesar de la censura, el resultado se supo por parte de algunos delegados; y que eso provocó que un grupo de los mismos le propusiera a Kirov ser el nuevo secretario general (tal vez temiendo esto fue por lo que Stalin decidió igualar sus votos negativos con los del leningradense). Kirov se negó y, muy probablemente, le fue a Stalin con el queo; pero eso, es cuando menos mi convicción, no impidió que Stalin lo colocase en su punto de mira desde aquel mismo día.

El último discurso de lo que normalmente se suele conocer en el congresos partidario como ponencia política, es decir, la discusión en la que se fijan los presupuestos ideológicos y estratégicos, fue precisamente encargado a Kirov. Pavel Petrovitch Postyshev, que presidía la sesión, le dio la palabra en medio del aplauso cerrado de unos delegados que esperaban una intervención que lamiese de nuevo el sable del secretario general. Kirov no les decepcionó. El miembro del Politburo dijo que “este Congreso debe adoptar todas y cada una de las tesis expresadas por el camarada Stalin en su informe”. Lenin había impuesto en los congresos la costumbre, no normativa, de que se crease una comisión-ponencia que elaborase la propuesta de aceptación de las propuestas del secretario general (porque, la verdad, también en tiempos de Lenin todas las propuestas eran aceptadas). Kirov, sin embargo, propuso esta vez que el Congreso se limitase a adoptar el informe de Stalin como propuesta final, sin cambios ni matizaciones ni tonterías, y así se hizo.

Kirov, por lo demás, se refirió a lo mucho y muy bien que se habían cumplido los objetivos fijados en la famosa oración fúnebre de Stalin; o, en los términos de Kirov, de “el gran estratega de la liberación del trabajador de nuestro país y del mundo entero”.

Kirov arrancó aplausos ensordecedores durante su discurso. Fue la consecuencia de la forma continuada y exagerada con la que incluyó en el mismo referencias al camarada Stalin; pero, paradójicamente, haciendo eso es muy probable que sellase su destino personal. A Stalin, una persona siempre desconfiada y dispuesta a pensar lo peor de los demás, le quedó, según todos los indicios, la duda de si sus camaradas delegados del Congreso habían aplaudido a Stalin a través de Kirov o, simplemente, habían aplaudido a Kirov. A lo que hay que añadir el asunto de los votos que ya hemos visto. Hay un hecho curioso, y es que nada más terminar el discurso de Sergei, Stalin tomó la palabra para anunciar que renunciaba a la potestad de hacer un informe final al Congreso. Puede que no quisiera exponerse a una sesión más de comepollismo colectivo por parte de todos aquellos mafiosos a los que él estaba garantizando el vodka y las putas; o puede que tuviese miedo de no conseguir los niveles decibélicos que había conseguido Kirov. Un hecho para mí bastante claro es que Stalin era peor orador que Kirov y, probablemente, lo sabía. Tal vez se acojonó; pero Stalin no se acojonaba gratis. Formalmente, pues, el XVII Congreso se cerró con la grave irregularidad estatutaria de no producir ningún documento propiamente dicho conteniendo los principios estratégicos a seguir hasta el siguiente congreso. Pero a todo el mundo le dio igual porque, como ya os he dicho muchas veces, aquellos tipos no estaban allí para hacer evolucionar la Unión ni incrementar su bienestar, y desde luego no estaban allí para respetar las previsiones de un Estatuto; estaban allí para mantener, con la milonga de la lucha de clases y esas cosas, su vodka, y sus putas.

Hubo, desde luego, decisiones. Kaganovitch inspiró una resolución sobre nuevas normas organizativas para el Partido; y hubo otra que marcaba un poco, en términos generales, los objetivos del segundo Plan Quinquenal. Teóricamente, este PQ suponía un cambio en la orientación estratégica económica: la producción de bienes de consumo debía crecer a una tasa del 18,5%, cuatro puntos superior a la de los bienes intermedios e industriales. En general, pues, el Congreso afirmaba una mayor preocupación por mejorar la vida de la gente (ésa por la que teóricamente lo hacían todo) en lugar de por el crecimiento económico per se. Stalin fue el gran defensor de esta tesis, llegando a decir que el socialismo no se puede construir desde la miseria (noniná).

De alguna manera, la estrategia de Stalin consistió en comprar la teoría de la reconciliación en los asuntos económicos, mientras que la rechazaba en lo que se refiere a la política del Partido. En el centro de esto último estaba su visión de la construcción del socialismo. La sociedad sin clases que es la última fase del marxismo, decía Stalin, no se alcanzará por el mero adelgazamiento del Estado; antes de producirse, reclamará mucha lucha y mucha represión porque, aunque el Partido estaba más unido que nunca, los saboteadores seguían existiendo. Era necesario, pues, “robustecer la dictadura del proletariado, intensificar la lucha de clases y mantener la lucha tanto contra los enemigos externos como contra los internos”. En otras palabras: más purgas.

De hecho, de las pocas decisiones organizativas que se pusieron negro sobre blanco en aquel congreso, alguna no tenía más función que colocar los primeros escalones de la escalera que llegaría al ático en 1936 y siguientes años. El sistema de control existente, que se daba por sacrosanto porque lo había diseñado personalmente Lenin, se basaba en la existencia de una Comisión Central de Control, en el ámbito del Partido; que colaboraba con el llamado Comisariado de Inspección de Obreros y Agricultores en el ámbito del gobierno. Juntas, ambas organizaciones operaban como una agencia coordinada. Este esquema lo había parido Lenin como una especie de departamento de Asuntos Internos para el control del excesivo burocratismo tanto en el Partido como en el gobierno. Como siempre, la Luminaria del Socialismo Mundial se había olvidado de lo más importante: dotar a estos órganos de un adecuado nivel de autonomía porque, la verdad, si un departamento de Asuntos Internos depende de los mismos polis a los que tiene que investigar, ni es Asuntos Internos ni es una mierda. Por esta razón, por ejemplo, en teoría los trabajadores o agricultores que veían que en sus ámbitos algo funcionaba mal, o que algún funcionario paniaguado no hacía bien su trabajo, tenían la posibilidad de denunciarlo a estas comisiones; pero rara vez lo hacían, porque tenían la sensación de que los propios denunciados controlaban la instancia de denuncia.

Stalin, en todo caso, odiaba a la Comisión Central de Control. La razón era que, efectivamente, era una instancia extremadamente corporativa, en la que los bomberos rara vez se pisaban la manguera. Con los asuntos disciplinarios del PCUS en manos de la CCC, expulsar a gente del Partido era muy difícil, porque la Comisión tenía una tendencia muy acusada, o bien a no expulsarlos, o bien a readmitirlos pasados unos meses. Stalin quería que todos aquéllos que sintiesen la posibilidad de ser etiquetados como saboteadores (o sea, todos) tuviesen muy claro que eso sería su muerte política. Que, como poco, el vodka y las putas se habrían acabado para ellos. Por eso, en el marco del Congreso, impulsó la creación de una Comisión específica de purgas, distinta de la CCC, que pensaba controlar personalmente.

De esta manera se creó el que yo creo que fue siempre, con la salvedad de los altos órganos políticos como el Politburo, la institución más poderosa del momio soviético: la Comisión de Control del Partido, nacida del Comité Central pero con notables dosis de autonomía respecto del mismo, con sus propios representantes en cada territorio que sólo obedecían a la Comisión y la capacidad estatutaria de ir, incluso, a por miembros del propio Comité Central. La Comisión de Control era la mejor garantía de que nadie estaba a salvo; justo lo que quería quien la fundó. La creación de la Comisión de Control fue aprobada por el Politburo en una sesión secreta antes del Congreso (de hecho, esto no se supo hasta que Stalin hubo muerto); sesión que fue abiertamente inelegante puesto que el presidente de la Comisión Central de Control, Rudzutak, no estaba presente. Cuando éste intervino ante el Congreso, se limitó a repetir las propuestas de Stalin, sin poner nada de su cosecha. Tras terminar su informe comenzó una discusión; pero ésta se terminó por orden del presidente del Congreso cuando sólo habían intervenido cuatro delegados. Matvei Shkiriatov, a quien ya hemos citado como uno de los principales asesores de Stalin en asuntos de cloaca, denunciado por ello por Trotsky, era el presidente de la sesión y fue el que resumió la discusión; un papel que teóricamente le estaba reservado a Rudzutak, quien se limitó a sentarse y callarse. A partir de aquel día, todos los temas organizativos los llevó Kaganovitch.

En términos generales, el XVII Congreso, y sobre todo su aftermath, se caracterizó por la eliminación definitiva por parte de Stalin de los últimos reductos de algo parecido a los contrapesos de poder que existían en el Partido Comunista. Un dato muy claro en este sentido es que entre 1934 y su muerte en 1953, Stalin no sintió la necesidad nada más que de convocar dos congresos del Partido, una conferencia del Partido y 22 plenos del Comité Central. De hecho, éste último no tuvo ni una sola reunión en los años 1941 a 1946, 1948, 1950 y 1951. Stalin mismo había dicho que la vida del Partido reclamaba que el Comité se reuniese por lo menos una vez cada dos meses. Como se ve, una cosa y la contraria; digno discípulo del Maestro.

Porque, como siempre, la semilla de todo o casi todo lo que hizo el secretario general estaba en el anterior líder. Ya en el X Congreso (1921), bien es verdad que en un país con grandes problemas a la hora de consolidar el comunismo, Lenin había suprimido las facciones en el Partido. Luego, sí, había escrito el testamentito diciendo que si había que meter obreros en el Comité Central, que si había de ser más flexible; pero, como digo, el que había señalado la pieza como un pointer había sido él.

Como ya os he sugerido, la gran obsesión de Stalin en 1934 era abolir la Comisión Central de Control. Aun controlada por los suyos, era un cuerpo demasiado  susceptible de ser algún día controlado por alguno de sus enemigos. Así las cosas, finalmente el congreso decidió cargarse la comisión, cuyas funciones fueron encomendadas a los órganos centrales del Partido; esto equivale a decir que, a partir de entonces, y durante veinte años, Stalin se vigiló a sí mismo.

Tras el Congreso, por lo demás, se produjo una aceptación generalizada del principio, no necesariamente cierto en frío, de que las decisiones de Stalin eran las del Partido. Las órdenes del secretario general comenzaron a registrarse no como lo que eran: órdenes del secretario general, sino como decretos del Comité Central, asumiendo, pues, que si era lo que quería el secretario general, el Comité también lo quería.

Stalin instituyó, de esta manera, una suerte de poder paralelo a los propios órganos del Partido a través de sus relativamente frecuentes invitaciones a cenar en su dacha de Kuntsevo a un grupo de fieles que luego llevaban a cabo sus instrucciones. Usuales de aquellas cenas eran Molotov, Voroshilov, Kaganovitch, Beria y Zhdanov, pero también Andreyev, Kalinin, Mikoyan, Shvernik o Nikolai Alexeyevitch Voznesensky. Como puede verse, algunos de estos comensales eran miembros del Politburo y otros, no. Los asistentes a las cenas compartían con Stalin conversación y análisis sobre tal o cual movida, y trataban de adivinar, por los comentarios que hacía el secretario general, cuáles eran las líneas de gobierno que debían de poner en marcha. Stalin, de hecho, jugaba cruelmente con ellos, haciendo cosas como darles el borrador de un discurso, contemplar cómo todos le aplaudían por el acierto del texto, para informarles después de que les había entregado un borrador que había tirado por considerarlo una mierda.

El XVII Congreso parió un Politburo formado por Andreyev, Voroshilov, Kaganovitch, Kalinin, Kirov, Kosior, Kuibyshev, Molotov, Ordzhonikidze y Stalin. Como órgano máximo no perdió un cierto ritmo de reuniones, aunque matizado. No pocas veces, las decisiones eran tomadas por una especie de comisión delegada in pectore, nunca nombrada, formada por Stalin, Molotov, Kaganovitch y Voroshilov, a la que acabaron uniéndose Zhdanov y Beria. Stalin acabó creando algunas comisiones del Politburo que, a causa de sus miembros, se llamaban las nueves, sietes y cincos.

El XVII Congreso, por otra parte, vino a suponer la eclosión de una nueva clase política de poder en el PCUS y en la URSS. Los Andreyev, Voroshilov, Kaganovitch, Kalinin, Kirov, Kosior, Kuibyshev, Molotov, Ordzhonikidze, Mikoyan, Grigory Ivanovitch Petrovsky, Postyshev, Rudzutak, Chubar, Zhdanov y Eikhe eran la nueva clase política. De todos éstos, Molotov, Kaganovitch y Voroshilov formaban el núcleo duro. Sin embargo, no hay que olvidar que varios de ellos (Kosior, Postyshev, Rudzutak, Chubar y Eikhe) fueron purgados. Ordzhonikidze se suicidó, a Kirov lo mataron y Kuibyshev murió pronto, en 1935.

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